Cada 1 de noviembre, el Cementerio Nueva Esperanza (Lima), el segundo más grande del mundo, se convierte en un escenario conmovedor. El último viernes no fue la excepción, pues miles de visitantes llegaron al lugar para recordar a sus seres queridos, reviviendo así tradiciones llenas de nostalgia y amor.
Desde temprano, el jirón San Pedro se llenó de comerciantes que ofrecen flores, velas y ofrendas. La atmósfera estuvo impregnada de música andina y cánticos que elevaban el espíritu de los que partieron.
Historias como la de José Manuel Quispe, quien visitó el nicho de su hermano gemelo, o Martha Salvatierra, que cantó a su madre fallecida, habían reflejado el profundo vínculo que perdura más allá de la muerte.
A medida que cayó la noche, el cementerio se iluminó con miles de velas encendidas, un símbolo de amor y recuerdo. Los asistentes rezaron y cantaron en honor a sus difuntos, manteniendo vivas las tradiciones que fortalecen el lazo familiar.
Este día, 1 de noviembre, constituye un homenaje a las vidas que han tocado nuestras almas, recordando que, aunque físicamente están ausentes, jamás serán olvidadas.
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